El espacio público, abierto hacia su adentro comunal -más que hacia el afuera de cuantitativa, insaciable expansión de la que viven los suburbios, carne de privatización-, es, por excelencia, la ciudad. Siempre ha protegido a sus habitadores: de los señores de horca y cuchillo, de los abades prepotentes, de los reyes demasiado absolutos, de los terratenientes y su terror, impune en los campos; también, ahora, de plagas no menos devastadoras: la anomia desolada del territorio globalizado, el imperio del humano encapsulado en su coche, el parque temático interminable -las infraestructuras del auto.
Se llegó a acuñar un proverbio en la Europa medieval, “el aire de la ciudad hace libre”. Ese aire de libertad, que protege, procuran corromperlo, que no haya donde refugiarse, que todo sea lo mismo, que haya que resignarse, que ni imaginar se pueda otra cosa. En Cádiz, a principios del siglo XXI, el dilema se presenta con pureza: ciudad compacta, fundada en la proximidad, o área metropolitana, la anticiudad que necesita de la distancia. Ciudad de la gente, o ciudad de los coches. “Contra transporte, cercanía”.
Tenemos a la mano un tesoro urbano, un acervo inacabable de disponibilidades para una vida sostenible, racional y llena de incitaciones; la principal de las cuales es, de seguro, el roce de los cuerpos y las palabras, la promiscuidad callejera. Promisciudad. Pero su actualización requiere determinadas competencias ciudadanas -unos saberes, unas memorias, unas percepciones, unas imaginaciones. Competencias entre nosotros abrumadas por la losa de una ideología desarrollista, no de última generación, sino de la que hace ya varias décadas caducó en otras latitudes.
Aquí, en este sitio que, en el fondo, no es más que la nostalgia y el deseo de otro sitio más de verdad, encontrarás algunos materiales reunidos con propósito de razón y porfía.
Paséate por él y, si te apetece, súmate a su esfuerzo como mejor se te ocurra: a ver si pronto podemos todos pasearnos sin incordio por el otro…